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24/08/2020
Palabras del profesor Juan Ignacio Pirritano en conmemoración del paso a la inmortalidad del General José de San Martín.
El 17 de agosto de 1850, a las 15 hs, se paraban los relojes en una casa silenciosa en la localidad de Boulogne Sur Mer, Francia. Las agujas marcaban el momento justo en el que José de San Martín dejaba este mundo. Un mundo que él mismo ayudó a construir desde su juventud. Un mundo que él mismo soñó y deseó desde su juventud.
San Martín dejó muy pronto estas tierras, para pasar gran parte de sus primeros años de vida en España. Allí se formó como militar y peleó en muchas guerras europeas pero nunca dejó de pensar en América. Es por eso que abandonó una Europa convulsionada para darle un nuevo impulso a las guerras de independencia desarrolladas por las provincias del Río de la Plata.
Allá por 1812, ni bien llegado, se encontró con discursos encontrados: algunos a favor del impulso revolucionario y otros afines a la causa española. Sin embargo, gracias a su popularidad y capacidad de liderazgo, logró imponer prontamente sus ideas para lograr un mayor progreso en las guerras que se venían desarrollando y así poder, finalmente, lograr la independencia de su amado continente.
Todos conocemos los logros de San Martín: la famosa batalla de San Lorenzo, inmortalizada con una de las canciones patrias más emocionantes junto al himno; el heroico cruce de los Andes -una tarea titánica, aún con las herramientas que tenemos hoy- y la liberación de Chile y de Perú. Pese a todo esto, pese a destinar once años de su vida a la liberación del país, San Martín nunca tuvo el reconocimiento merecido. Al menos no en Buenos Aires. Mientras el pueblo del interior del país coreaba su nombre a su paso, la ingrata capital del territorio por el que él había dejado todo, le dio la espalda.
El libertador de América fue declarado un traidor por no querer pelear contra uno de los nuestros, tuvo que entrar a la ciudad como un forajido y pasar los últimos días de vida de su esposa casi en anonimato. Luego de la muerte de su esposa en 1823, nunca más pudo regresar.
Dicen que nadie es profeta en su tierra y en nuestro país ese dicho se cumple muchas más veces de la que nos gustaría. Tenemos ejemplos contemporáneos como Lionel Messi en el deporte, hombres y mujeres de ciencia que brillan en el mundo, Favaloro, y otros tantos ejemplos. Esa triste tradición se originó en los inicios de nuestra historia. Nuestros “padres fundadores” nunca pudieron dejar su legado a las siguientes generaciones: ni Cornelio Saavedra, ni Mariano Moreno. Manuel Belgrano murió enfermo y en la pobreza, San Martín exiliado en Francia.
El legado de José de San Martín es aún más profundo que su labor como militar. Tiene su fundamento en una fuerte convicción de un “deber ser” sobre el bien común. Su manejo de la política, de las palabras, fuerzas militares, siempre fueron puestas bajo el bien común, del pueblo en general, y no en intereses de facciones ni personales.
Aquel hombre de rasgos mestizos, admirador de Napoleón, salvado en San Lorenzo por un tal soldado Cabral de lengua guaraní, escribió en 1825 una serie de enseñanzas para su hija: las Máximas. Pero creo que alguna de esas lecciones no eran sólo para su hija, sino que también para todo el pueblo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La primera de todas resume la impronta del general: “humanizar el carácter y hacerlo sensible”. Días como los que estamos viviendo hace ya unos meses, nos exigen empatía con el prójimo y pensar en el bien común. Las miserias de los políticos de aquel entonces nos privaron de disfrutar de su experiencia, quizás hacer caso a sus enseñanzas sea una buena forma de honrarlo después de casi doscientos años.